lunes, 30 de julio de 2007

EL DIA QUE MI ABUELA AMALIA ME LLEVÓ


Mi abuela Amalia fue una mujer que se pasó la vida perdiendo el tiempo en enumerar las muchas enfermedades que decía tener. Desde el garrotillo hasta la migraña. El mal de orina y la artritis. Las reumas y el asma. La angina de pecho y la bronquitis. Las calenturas, la rubeola y las paperas. Las agruras y la acidez. La leucemia y el cancer de pecho. La amnesia, los calambres y los mareos. La inapetencia y las ganas de comer de todo.


-Que triste es llegar a vieja, mi nieto- se quejaba mientras se mecía en la poltrona donde pasaba todas las tardes y desde donde me platicaba siempre el mismo cuento, la historia del fraile mulato que alcanzó la santidad. Pero ahora comprendo que aquella sarta de quejidos, eran solamente el pretexto para pedirme que corriera a traerle el medio litro de aguardiente, que según ella, era para frotar su cuerpo adolorido. Pero yo sabía que no, que casualidad que cuando se hacía de noche, dormía como un tronco y por las mañanas gozaba de excelentes despertares. Yo siempre fui su mandadero porque accedía gustoso a ir a comprarle su remedio en la vinatería de la esquina, aparte que yo también le echaba un traguito a la botella que don Rutilo me entregaba para mi abuela Amalia.


Sin embargo cuando faltaban unos días para que cumpliera sus primeros cien años mi abuela Amalia falleció, dejándonos con los gastos hechos para la gran fiesta que le estábamos organizando. -Se murió cantando como las chachalacas- Dijeron las mujeres que la peinaban dentro del ataúd para llevarla a oír misa de cuerpo presente.


Solo yo sabía porque se había muerto tan contenta y lloré porque ya nadie me iba a contar la historia del fraile mulato. La llevamos al panteón para ser enterrada un día antes de sus centenario, y los parientes decidieron beberse el vino que se preparó para el gran festejo y mi madre terminó de guisar los pollos para meterlos en el mole que se había preparado para ese día. Todos dijeron: -¡Hagámoslo como un gran homenaje para la abuela Amalia! y se destaparon las botellas, se sirvieron las copas y el mole con pollo fue a caer a los platos que se colocaron en la mesa del comedor. Me acuerdo que la alegría por los cien años de la abuela Amalia duró hasta el día siguiente. Cuando mi cabeza ya no pudo con el alcohol que me bebí, dando un traspies me caí en una paila llena de manteca hirviendo y a pesar de mis catorce años, mis papás lloraron la pena de mi muerte y tuvieron que llevarme a enterrar al lado de mi abuela Amalia. Al fin y al cabo, yo siempre fui su mandadero, el que siempre la acompañó para escucharla hablar del fraile mulato.

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