miércoles, 25 de julio de 2007

LA VACA CLARABELLA


Clarabella, la vaca que todos los niños del ejido Álvaro Obregón querían, agonizaba en un corral, con el sol clavado en la mirada. Se moría como las rosas se mueren, como se secan las pitahayas cuando termina el verano. La noticia de la res moribunda sacó a los muchachos de la escuelita rural, quienes cortaron algunas hierbas para espantarle las moscas. No era el primer animal que moría, pero si el único que no pataleaba cuando la uncían a la carreta para que paseara a los niños. Así de mansa y buena era Clarabella. Inconfundible por su lucero en la frente. La del materno bramido. La dulce bestia que los niños amaban tanto.

Esa mañana alguien la oyó mugir hacia el salón de clases, antes de hincarse temblorosa en el lugar donde nadie pudo hacer nada por salvarla. Ni siquiera el maestro. Permaneció calladita con los grandes ojos desorbitados, oyendo el llanto de los muchachos y las palabras de los mayores que ya le llegaban desde muy lejos.

Toda el agua que le echaron encima se desperdició en el intento de resucitarla. No tuvo fuerzas ni para sentir que le remojaban el paladar. Clarabella murió rodeada por los chiquillos que ella había criado con la mejor leche del mundo. Se quedó con los cuernos echados hacia atrás igual que cuando se acostaba para que sus amiguitos le rascaran la panza.

Después los habitantes del ejido la pelaron para comérsela antes de que se echara a perder por el calor del mediodía. Solamente los niños se negaron a probarla porque ella seguía viviendo eternamente en las praderas de su corazón.

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